A lo largo de la historia los conceptos de teatro infantil y teatro escolar se entremezclan de la misma forma que los de niño y alumno (ya sea participando como actor y/o como espectador), no pudiendo establecer de forma clara cuál de estas percepciones resulta anterior.
“Si difícil resulta precisar los orígenes del teatro en general y del teatro en cualquier país, por la oscuridad en que está inmerso el nacimiento de una actividad de este tipo, la aparición del teatro infantil resulta prácticamente imposible de determinar. A las dificultades del teatro en general hay que sumar las específicas de la identidad del teatro infantil, no bien precisada todavía, o, para ser más exactos, susceptible esta denominación -teatro infantil- de varias interpretaciones.” (Cervera, 1982)
Sin embargo, y sin intención de introducirnos en un farragoso debate sobre la raíz epistemológica del teatro escolar, podemos establecer una primera distinción clara atendiendo a la participación del niño-alumno en el hecho teatral.
“Podemos precisar que hay un teatro de los niños (hecho por ellos) y un teatro para los niños, elaborado para ellos por los adultos. También hay algo más frecuente encerrado en el término teatro infantil que sería el teatro mixto, o sea el ejecutado a medias entre adultos dirigentes -autor, director, decorador y más o menos actores- y algunos niños colaboradores, actores, dirigidos por adultos”. (Sastre, 1970)
Esta primera distinción apuntada por Sastre sobre el teatro para los niños o teatro de los niños y recogida también por Cervera, (1982) en su Historia crítica del teatro infantil español[2], nos servirá para hacer una primera incursión en el estado de la cuestión a través de las publicaciones analizadas.
Tal como apunta el propio Cervera en dicho estudio, si buscamos el origen en España de ese teatro para los niños, aunque se han encontrado evidencias de textos medievales de fácil infantilización, el nacimiento del género podría situarse durante el s.XIX si valoramos la cantidad de textos teatrales pensados para niños, y en el que la figura de García Benavente contribuyó enormemente como autor teatral, no sólo aportando rigor profesional al tratamiento del mismo, sino como precursor de esta actividad en otros autores de principal relevancia, muchos de ellos pertenecientes a la generación del ’27.
“Concurrían en la persona de Benavente circunstancias que favorecieron la germinación de esta idea. Así pudo influir en él su afición teatral desde la infancia, la preocupación educativa de su obra en general, el deseo de prolongar la infancia a lo largo de su vida, su sensibilidad por la literatura infantil, notas todas ellas repetidamente confirmadas en sus escritos. Benavente concibe el teatro infantil como un teatro para niños con sus padres, con un sentido de la educación que llene a los niños de entusiasmo, fe y esperanza, que supere las dificultades de la literatura infantil y en el cual los niños sean sólo espectadores y en modo alguno actores.” (Cervera, 1982)
En cambio, si atendemos al denominado como teatro de los niños, parece que es en la Edad Media y el Renacimiento, donde se encuentran las primeras evidencias de participación de niños en el teatro de adultos, sin que se pueda considerar como tal, puesto que su participación, como sugiere Sastre (1970) no parte de una reflexión sobre lo que se está haciendo:
“Para llegar al concepto de teatro infantil habrá que esperar hasta muy tarde. Y propiamente, aún en su forma más amplia de teatro para los niños, no lo encontraremos hasta el siglo XVIII. Con anterioridad a esta fecha el niño asiste al teatro o participa en él como actor, pero no por sí mismo, sino como miembro de la sociedad total en la que se integra. Y los mimos, juglares o titiriteros actúan para él como para los demás. Y cuando él actúa, sea supliendo a mujeres -cuyo acceso está prohibido a las tablas-, sea completando con números de danza otros espectáculos, sea prestando su voz a ceremonias religiosas, para todos actúa también, y desde luego en nombre del teatro cuando más, pero no en nombre del teatro infantil.” (Cervera, 1982)
De esta forma, tal y como Cervera señala, aunque se encuentran numerosas evidencias de teatro hecho por niños, partiendo de las especificaciones anteriores, no pueden considerarse como teatro infantil (o escolar) propiamente, sí nos sirven para situarnos en la evolución del concepto hasta nuestros días, haciendo especial mención a la aportación de la orden jesuita, que introdujo la percepción del teatro como una herramienta pedagógica allá por el s.XVI., y algo más tarde las Escuelas Pías y los salesianos.
Precisamente es a través de la obra de un escolapio, José Villarrolla, ya el s.XVIII cuando sitúa la verdadera transición hacia un teatro infantil tradicional despojado de su carácter humanista para acercarlo más a la realidad del niño[3].
Volviendo a la figura de Benavente, y su aportación al género, que desarrolla con verdadera conciencia literaria, se destaca además de su obra la creación junto con Martínez Sierra (1909) de un Teatro para los niños, donde se les otorgaría a los niños la categoría de público crítico:
“No quiere esto decir que el estudiar y presentar comedias no sea conveniente para los niños. Es un buen ejercicio de memoria, de entendimiento y de pulmones; se adquiere además soltura y elegancia en la dicción y en los modales. Para niños están escritas y para ser representadas por ellos numerosas comedias inglesas, ¿y quién duda que los ingleses saben educar a sus niños? Pero una cosa es representar particularmente, para recreo propio y de los amigos, y otra la profesión teatral, más agradable en apariencia, pero no menos nociva que otras para la salud de los niños… En el Teatro de los Niños no habrá más niños que los espectadores.” (Benavente, 1909)
Tras una campaña de algo más de dos meses en el Teatro Príncipe Alfonso de Madrid se representan una serie de obras pensadas para el público infantil y que obtuvo muy buena acogida de prensa y crítica, aunque no de demasiado público, lo que lleva a aparcar la experiencia por un tiempo.